Una más de violencia

Una noche más en la colonia, otra presentación de los Salvajes de Ciudad AKA... una más de violencia!!!

La guerra como la poesía está en donde alguien un día se encuentra

(Sobre "Los salvajes de Ciudad AKA", de Javier Moro y Carlos Ramírez Kobra)
 Por Andrés Cisneros de la Cruz
Bien es sabido que la poesía está en todas partes, y en todas las cosas.  Que todo es poesía. Pero cómo saber en  dónde exactamente se encuentra. Cuál es su forma. ¿Cómo identificar de un cepillo de dientes, la poesía? ¿Cómo desprender de un BMW, o de un bocho destartalado la poesía?, ¿de un niño de cuatro años descuartizado, substraer la poesía como el recién nacido que brota de la herida homicida?

Carlos Ramírez Kobra y Javier Moro son poetas que bien puede uno sospechar que cargan bajo su capa de poeta sicarios, salvajes, como un dios en la jaula de una caja de cereal envenenado con la poción cicútica de la poesía; que debajo de su lengua llevan una AK 74, y una magnum con silenciador, en cada una de sus dedos. Son de algún modo, esta dupla de poetas, seres que buscan en los extraños escondrijos de la urbe, algo que oscuro brille, como lo hace la noche en la pantalla de una laptop.
Yo diría, la poesía está escondida en dos partes. Una en donde espera, y otra en donde encuentra. Y cuando ambas partes están en el mismo momento en el mismo espacio, entonces, como una cosa que nace, brota la poesía, material y táctil como un auto siendo comprimido por toneladas de fuerza, para lanzarlo al olvido de acero.

Los Salvajes de Ciudad Aka, me recuerda también un poco ese título un tanto exultante de Jeremías Marquines, con su Acapulco Golden, y en la hechura del libro al también recién editado Puntos cardinales, de Álvaro Itzama Domínguez, con su Editorial La Máquina Infernal. Tanto el título de Marquines como el de Kobra-Moro, funcionan como el espacio en donde la Ciudad es acicalada por la ráfaga de la muerte que se gesta entre los poderosos conocidos, y los poderosos ocultos en la mirada de un perro sin dueño, sin castillo, sin un sillón presidencial por templo. Ciudad de México 2012, sede mexica, hermana maya de la destrucción del mundo según lo conocemos. Una metralleta hacia el cielo, dispuesta a quebrarlo, como una esfera disco, bañándonos con su infinito confeti de luz. La Diana cazando al sol como a una bestia dispuesta al sacrificio. Y el Ángela de la Independencia, con todos los ángeles de Puebla, se dispone a cortarse las alas, y usarlas como escamas de fuego, y hacer arder su antorcha, que desde hace siglos apagada se encuentra en el ojo de un zombi.

Un ciudadano. Ese es el terrorista promedio. Que busca la poesía en sexshops, o en la función de las cinco en el Palacio Chino. En el Starbucks. La busca donde la encuentre. En dónde. En medio de su cama, cuando duerme y siente una pistola apuntándole entre los ojos. La pistola invisible de un ogro que enfermo se coló en forma de abeja en la mañana. Y se bebió toda la miel de la casa. Toda.
Maldito tren el de la brisa, que parece viento cuando abre la ventana, y sólo quiere tocar las cosas, para sentir entre sus dedos polvo, la niebla del miedo. Este libro es esa ciudad de casas desiertas. En donde dos poetas se meten a escondidas a robar, a sacar la poesía de los cajones. (Uno primero, otro después, en voz alta, en un escenario, el libro). Porque no la encuentran, no ven la forma que tiene la poesía en las cosas, por eso las golpean con el látigo de la mirada cerrada como un puño; para abollarlas.
Porque, ¿será que las cosas se quedaron sin poesía, o será que la poesía se convirtió en algún momento en otra cosa?

Ciudad: dicen la gente que limpia el metro es vieja. La ciudad era una metáfora, dicen, y ahora es una pesadilla. Escriben. ¿Son poemas a dos manos?, ¿escritos con preguntas que brotan en la boca de uno; respuestas que salen de la boca del otro?  Huyen, eso no hay duda. De una ciudad que devora a los ciudadanos con su boca de casa. Huyen de… sólo “nadie sabe”. Porque hay que robar un poco de droga. Robar, a secas. Estos son los apuntes de una ciudad muerta. Acribillada por la lluvia férrea del discurso burdo de los políticos. El retrato memorioso de lo que se quedó encapsulado en un ayer, frío. Triste. Los techos de cartón. Los urbanos, que no el metrobús. El tranvía, que no el metro. Y los payasos, siempre presentes, como el retrato del diablo riéndose de nosotros en todas las esquinas. Todo se queda abandonado en la cúpula del lugar en donde antes había una familia. Los escombros como el sol de cada día.

El poema Azoteas cierra así: “los muertos eran de nuestra familia”. Leopoldo Ayala, asegura que Juan Rulfo se reía cuando le decían que él era padre del realismo mágico. Aquí todo es real, hasta el sueño. A mi desde pequeño me enseñar a despedirme y platicar todas las noches con mi abuelo muerto. Decía Rulfo. Y con mi abuela, y mi madre. Con todos los muertos. México no es un país surrealista, es un país en donde todos sus habitantes están muertos, porque desde hace siglos el holocausto mexica, más grande que el judío incluso, mató el alma cívica de los conquistados (incluyendo sus violadores), y los encajonó a obedecer el mandato del cetro y la corona; las capillas igual que urnas para arriar los fantasmas como ovejas al matadero. Alimento del mundo. Un país que su progreso es su peso en oro en la balanza internacional, antes que el peso justo de sus seres. Mañana, la historia de este país estará escrita por los éxitos de la radio y las cien películas más vendidas en los 90 y el 2000. Amores ciegos, amores perros, ciudad subterránea. Y la gente gritando feliz, viva Saúl Hernández, viva Toledo, Gabriel Orozco, viva la aristocracia del arte mexicano, conformista en sus penthouseses, o en sus rancho o estudio dignos ¡para resistir con diques para que no pisen… a quiénes! A quiénes. En el metro, dentro del vagón, 5.30 am, 6 pm, ¿quién puede leer un libro para construir un bunker en su corazón? ¿quién puede pensar en un libro para evitar que el peso del mundo lo aplaste? ¿quién piensa en la caja estúpida de Orozco en medio de una galería? ¿quién en un poema de puntitos? Sólo en los millones de pesos que nadie tiene. En la cantidad incontable de dólares que hacen que México este entre los países más ricos del mundo. En eso piensan las cosas esas que llenan el vagón, qué vulgares, pensarán algunos estudiantes, sólo pensar en dinero, cuánto hay tanto que hacer por el mundo. Y esas cosas como personas sólo pensamos en que es normal que uno se funda con los desconocidos en el metro. Hoya express es la imagen de este poema.  El metro Patriotismo es una metáfora de la muerte. Estos son los apuntes de una ciudad dinamitada, hecha pedazos.

En la página 22 me sorprendió ver aparecer al viejo y buen Rolando Mota del Campo, angustiado y consciente de que el blues como toda la música que venía a cambiar el mundo sólo sirvió para vacunar al mundo contra el capital. Sólo sirvió para matar la revolución y meterla en una lata Campbells. Cuánta agonía puede haber en un blues en la guitarra de Rockdrigo, que murió antes que Mike Jagger, puta madre! No bastó con que todos los gritos del 68 quedaran guardados en una ráfaga electrodance una noche. Tanta nostalgia de algo que no pudo ser. ¿Se puede sentir la saudade de algo que no sucedió? O será que es cierto y cualquier mierda pasada, de recordarla se vuelve oro.

Grafías griegas son las claves de una música occidental, que de algún modo nada tienen que ver con México. Sólo que un piano es universal. En medio de la carretera como Michael Jackson, bailando en blanco y negro. Y todos los personajes de la historia de Europa, bailando en medio de Arizona. Bailando bajo el sol como pelusas en la mañana en la ventana de un niño.

Un disco es la ciudad perfecta de un hombre nacido en los 70 o los 80. No lo creo. No lo debería ser. Tom York nació en el primer mundo. Byork también. Nosotros somos hijos de una perra que da camada cada tres meses. Ciudad vinil. En el centro de la guerra todos sucumben a la música, a la droga. La guerra es contra la música. Contra las palabras. No contra un asesino disfrazado de bull dog. Por más que haya muertos, las carreteras nunca estarán vacías. La guerra parece es el hecho más lucrativo que ha inventado la historia. Habrá que buscar la propia. Porque bien los dicen los poetas, Kobra, Moro, esta batalla no es nuestra. Que la canten otros. En corridos, en hip hops, rancheras al ritmo de una metralleta. Que la cante de quien es la guerra. Aquí, dos poetas nos dejan claro que los hijos de un dios salvaje, están presos en sus balas, en sus palabras escultóricas. Al poeta lo que le queda, es construir, con armas todavía no imaginadas, su propia guerra, esa que nadie puede cantar, más que él mismo. Porque la poesía está en donde el poeta hace la guerra. 

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